Presiento que lo que estoy escribiendo se hace cada vez más confuso.
Seguramente me bastaría para hacerme comprender, con emplear
unos términos precisos, que ni siquiera son indecentes porque son
científicos. Pero no los emplearé. No creas que les tengo miedo: no
se debe tener miedo a las palabras, cuando se ha consentido en los
hechos. Sencillamente, no puedo. No puedo, no sólo por delicadeza
y porque me dirijo a ti, sino porque tampoco puedo ante mí
mismo. Sé que hay nombres para todas las enfermedades y aquello
de lo que quiero hablarte pasa por ser una enfermedad. Yo mismo
lo creía sí durante mucho tiempo. Pero no soy médico y ni siquiera
estoy seguro de ser un enfermo. La vida, Mónica, es más compleja
que todas las definiciones posibles; toda imagen simplificada corre
el riesgo de ser grosera. No creas tampoco que apruebo a los poetas
por evitar los términos exactos, ya que sólo saben hablar de sus
sueños. Hay mucha verdad en los sueños de los poetas, pero no
toda la vida está contenida en ellos. La vida es algo más que la
poesía, algo más que la fisiología e incluso que la moral en la que
he creído tanto tiempo. Es todo eso y es mucho más: es la vida. Es
nuestro único bien y nuestra única maldición. Vivimos, Mónica.
Cada uno de nosotros tiene su vida particular, única, marcada por
todo el pasado sobre el que no tenemos ningún poder y que a su
vez nos marca, por poco que sea, todo el porvenir. Nuestra vida.
Una vida que sólo a nosotros pertenece, que no viviremos más que
una vez y que no estamos seguros de comprender del todo. Y lo
que digo aquí sobre una vida «entera», podría decirse en cada
momento de ella. Los demás ven nuestra presencia, nuestros
ademanes, nuestra manera de formar las palabras con los labios:
sólo nosotros podemos ver nuestra vida. Es extraño: la vemos, nos
sorprende que sea como es y no podemos hacer nada para
cambiarla. Incluso cuando la estamos juzgando estamos
perteneciéndole; nuestra aprobación o nuestra censura forman
parte de ella; siempre es ella la que se refleja en ella misma. Porque
no hay nada más: el mundo sólo existe, para cada uno de nosotros
en la medida en que confine a nuestra vida. Y los elementos que la
componen son inseparables: sé muy bien que los instintos que nos
enorgullecen y aquellos que no queremos confesar tienen, en el
fondo, un origen común. No podríamos suprimir ni uno de ellos
sin modificar todos los demás. Las palabras sirven a tanta gente,
Mónica, que ya no le convienen a nadie; ¿cómo podría un término
científico explicar una vida? Ni siquiera explica lo que es un acto;
lo nombra y lo hace siempre igual; sin embargo, no hay dos hechos
idénticos en vidas diferentes, ni quizás a lo largo de una misma
vida. Después de todo, los hechos son sencillos; es fácil contarlos;
puede que ya lo sospeches. Pero aunque lo supieras todo, aún me
quedaría explicarme a mí mismo (…)